Antonio van Leeuwenhoek

Hace doscientos cincuenta años Leeuwenhoek, descubrió un mundo nuevo y misterioso poblado por millares de diferentes especies de seres diminutos,
Hoy en día los hombres de ciencia constituyen un elemento prestigioso de la sociedad, Pero remontémonos a la época de Leeuwenhoek, hace doscientos, si un muchacho convaleciente de paperas preguntaba a su padre cuál era la causa de este mal, el padre le contestaba: «El enfermo está poseído por el espíritu maligno de las paperas».
. Por aquel tiempo Servet por disecar un cuerpo humano fue ajusticiado, y, se condenó a Galileo a cadena perpetua por haber osado demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol.
Antonio van Leeuwenhoek nació en 1632, El padre de Antonio murió joven; la madre envió al niño a la escuela para que estudiara la carrera de funcionario público; pero a los 16 años deja los libros y entró de aprendiz en una tienda de Amsterdam.!
Sobre los 21 años le nombraron conserje del Ayuntamiento de Delft y le vino la extraña afición de tallar lentes. Había oído decir que fabricando lentes de un trozo de cristal transparente, se podían ver con ellas las cosas de mucho mayor tamaño que lo que aparecen a simple vista..
Visitando las tiendas de óptica aprendió los rudimentos necesarios para tallar lentes; frecuentó el trato con alquimistas y boticarios, de los que observó sus métodos secretos para obtener metales de los minerales, y empezó a iniciarse en el arte de los orfebres. Montó sus lentes en marcos oblongos de oro, plata o cobre que el mismo había extraído de los minerales
Leeuwenhoek era muy inculto, pero era el único hombre en toda Holanda que sabía fabricar aquellas lentes, y se dedicó a examinar con sus lentes todo cuanto caía en su mano. Pasó horas enteras observando la lana de ovejas y los pelos de castor y liebre, cuyos finos filamentos se transformaban, bajo su pedacito de cristal, en gruesos troncos. Fue capaz de disecar la cabeza de una mosca, ensartando la masa encefálica en la finísima aguja de su microscopio.
Durante meses enteros dejaba clavadas muestras en la aguja de su extraño microscopio, y para poder observar otras cosas se vio precisado a fabricar cientos de microscopios. Así volvía a examinar los primeros especímenes y no lo entre los ante la moción en la confrontar cuidadosamente el resultado de las nuevas observaciones.
. En aquel tiempo, la segunda mitad del siglo XVII, surgían nuevos movimientos en todo el mundo. «Sólo nos fiaremos de nuestras propias observaciones mil veces repetidas, y de los pesos exactos de nuestras balanzas. Únicamente nos atendremos al resultado de nuestros experimentos, y nada más». La sabiduría de aquel tiempo estaba cercana a la brujería y muy lejos de la ciencia
! Pero recordamos que entre los miembros de aquella sociedad se encontraba Roberto Boyle, fundador de la química científica, y también Isaac Newton. Así era el Invisible College, y al ascender Carlos II al trono, el College salió de la clandestinidad, alcanzando la dignidad de Real Sociedad de Inglaterra. Y esta es su
Sociedad quedó asombrada de las maravillas que Leeuwenhoek veía a través de sus lentes.
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¿Cómo explicarnos que por miles de años los hombres anduvieran a tientas sin ver lo que tenían ante sus ojos? los microbios.
¿Por qué fue tan difícil, pues, descubrir los microbios?
Leeuwenhoek era un observador maniático y se le ocurrido observar: una de las millones de gotas de agua que caen del cielo? María adoraba a su padre.
BI do mar en vez de guapa, rompe el tubo en pedacitos, sale al jardín y se inclina sobre una vasija de barro que hay allí para medir la cantidad de lluvia caída. Regresa al laboratorio, enfila el tubito de cristal en la aguja del microscopio…
— ¡Ven aquí! ¡Rápido! ¡En el agua de lluvia hay unos bichitos! ¡Nadan! ¡Dan vueltas! ¡Son mil veces más pequeños que cualquiera de los bichos que podemos ver a simple vista! ¡Mira lo que hay algo que he descubierto!
enormemente pequeños y extraños eran aquellos animalitos, que ha grabado «moviéndose con gran agilidad en sus varios pies de una sutileza increíble».! ¡Qué seres más ágiles!
«Se detienen; quedan inmóviles, como en equilibrio sobre un punto, luego giran con la rapidez de un trompo, describiendo una circunferencia no mayor que un granito de arena». Un
Este investigador trabajaba sin plan ni método, era muy perspicaz. Nunca se lanzó a teorizar, pero era un mago en mediciones. La dificultad estaba en conseguir una medida para objetos tan pequeños. «Este animalillo es mil veces más pequeño que el ojo de un piojo grande». Un palo y
Pero, ¿de dónde procedían esos extraños y minúsculos habitantes de la gota de agua? ¿Llovieron del cielo? ¿Treparon, sin ser vistos, desde el suelo al tiesto? ¿Los habría creado Dios, de la nada, a su capricho? Leeuwenhoek creía en Dios y Pero, al mismo tiempo, Leeuwenhoek era también materialista; su buen sentido le indicaba que la vida procede de la vida. Su fe sincera le decía que Dios había creado todos los seres vivientes en seis días, Descartó como improbable la posibilidad de que aquellos animantes cayeran del cielo. ¡Cierto era que Dios no podía hacer surgir de la nada a los animalitos que había encontrado en el tiesto! Sólo había una forma de solucionar esta cuestión… Y más y
Leeuwenhoek lavó cuidadosamente un vaso, lo secó y lo puso debajo del canalón del tejado; tomó una gotita en uno de sus tubos capilares y corrió a examinarla bajo el microscopio… ¡Sí! Allí se encontraban nadando unos cuantos bichejos… «¡Existen hasta en el agua de lluvia reciente!» Pero, en realidad, no había probado nada, pues quizá vivieran en el canalón, y el agua les arrastrara…
Entonces tomó un plato grande de porcelana, «esmaltado de azul en el interior», lo limpió esmeradamente y, saliendo a la lluvia, lo colocó encima de un gran cajón, cerciorándose de que las gotas de lluvia no salpicaran lodo dentro del plato; tiró la primera agua para que la limpieza del recipiente fuera absoluta, y después recogió en sus delgados tubitos unas gotas, regresando a su laboratorio…
«Lo he demostrado. Esta agua no contiene ni un solo bicho. ¡No caen del cielo!» Y
Y con esto informó a los Señores señores de Londres!
Este hombre afirmaba haber descubierto unos seres tan pequeños, que en una sola gota de agua cabían tantos como el número de habitantes de su pueblo
Sólo unos cuantos miembros de la Real Sociedad que lo tomaron en serio.
Pero los incrédulos de la Real Sociedad querían demostrar a toda costa en demostrar la inexistencia de sus animalillos Jesús
Para que la gente mirase por sus pequeños aparatos, él mismo los sostenía con sus propias manos;, pero sin permitirles tocarla,.
La Real Sociedad encargó a Robert Hooke y a Nehemiah Grew la construcción de buenos microscopios y el día 15 de noviembre de 1677 y demostraron que estaban aquellos increíbles bichos! Los miembros se levantaron de sus asientos, apiñándose alrededor del microscopio; miraron y exclamaron:
¡Día inolvidable para Leeuwenhoek! Poco más tarde, la Real Sociedad lo nombró miembro y le envió un elegante diploma de socio, en una caja de plata cuya tapa ostentaba grabado el emblema de la Sociedad. La respuesta de Leeuwenhoek no se dejó esperar: «Os serviré fielmente durante el resto de mi vida». Y, fiel a su promesa, siguió enviándoles aquellas cartas, mezcla de comentarios familiares y de ciencia, hasta su muerte, acaecida a los 91 años. Pero ¿enviar un microscopio? La Real Sociedad llegó hasta comisionar al Dr. Molyneux para que redactara un informe sobre aquel conserje descubridor de lo invisible. Molyneux le ofreció a Leeuwenhoek una suma considerable por uno de sus microscopios. Ya que tenía cientos de ellos, seguramente podría desprenderse de alguno. Pero, ¡no! ¿El señor de la Real Sociedad deseaba ver algo más? Ahí había en una botella algunos embriones de ostra, acá diversos animalillos agilísimos, y para que el inglés hiciera sus observaciones, el holandés sostuvo sus microscopios, mientras con el rabillo del ojo vigilaba al sin duda honrado visitante, para que no tocase nada o hurtase cualquier cosa…
¡Pero sus instrumentos son maravillosos! —exclamó Molyneux— ¡Muestran las cosas con una nitidez mil veces mayor que la mejor de las lentes que tenemos en Inglaterra!
—Mucho me gustaría —contestó Leeuwenhoek— poder enseñarle mis mejores lentes y mi método especial de observación; pero son cosas que reservo exclusivamente para mí y que no enseño a nadie, ni a mi propia familia!
Aquellos animalillos se encontraban en todas partes. Leeuwenhoek refirió a la Real Sociedad cómo hasta en su propia boca había encontrado una multitud de aquellos seres subvisibles. «A pesar de mis cincuenta años —escribía— tengo la dentadura excepcionalmente bien conservada, ya que todas las mañanas acostumbro frotarme enérgicamente los dientes con sal, y después de limpiarme las muelas con una pluma de ganso me las froto fuertemente con un lienzo…».
Pero al mirarse los dientes con un espejo de aumento, notó que entre ellos le quedaba una substancia blanca y viscosa…
¿De qué estaría compuesta aquella substancia blanca? Tomó de sus dientes una partícula de esta substancia, la mezcló con agua de lluvia pura, mojó en ella un tubito que colocó en la aguja del microscopio, se encerró en su despacho y…
¿Qué era aquello que surgía de la gris opacidad de la lente hasta alcanzar una perfecta nitidez a medida que enfocaba? He aquí un ser increíblemente sutil que saltaba en el agua del tubo «como el pez llamado lucio». Había, además, una segunda especie que nadaba un poco hacia adelante, giraba de repente para dar luego una serie de cabriolas; había otros seres más lentos de movimiento, como simples palitos arqueados, pero el holandés, a fuerza de observarlos hasta que se le enrojecieron los ojos, logró verlos moverse. Estaban vivos, ¡era indudable! ¡Tenía en la boca un verdadero zoológico! Allí se encontraban criaturas conformadas como cañas flexibles que se desplazaban con la majestuosa pompa de una procesión episcopal; había espirales que se remolineaban en el agua como sacacorchos agitados…
Para este hombre, todo lo que caía en sus manos era objeto de experimentación, hasta su misma persona. Cansado de sus largas observaciones, salió a dar un paseo bajo los enormes árboles que dejaban caer sus hojas amarillentas en los espejos obscuros de los canales. Necesitaba descansar. De pronto se encontró con un anciano, un tipo muy interesante. «Al hablar con este anciano —escribió Leeuwenhoek a la Real Sociedad—, persona de vida ordenada, que jamás bebe aguardiente y rara vez vino, y no fuma, me fijé, sin querer, en sus dientes largos y descarnados. Se me ocurrió preguntarle cuánto tiempo hacía que no se los limpiaba, a lo que me contestó que no lo había hecho jamás en su vida…».
Al instante se olvidó de sus ojos cansados. ¡Vaya zoológico que tendría en la boca aquel viejo! Arrastró hasta su laboratorio a aquella sucia pero virtuosa víctima de su curiosidad, esperando, desde luego, encontrar millones de bichejos en su boca; pero principalmente deseaba comunicar a la Real Sociedad que la boca de aquel hombre albergaba una nueva especie de criaturas que se deslizaba entre las otras, doblando su cuerpo en graciosos caireles como una serpiente: ¡el agua del tubito parecía animada por aquellos pequeñísimos seres!
Parece extraño que en ninguna de sus 112 cartas, Leeuwenhoek hiciera la menor alusión al daño que esos animalillos le podrían causar al hombre. Los había visto en el agua potable, los descubrió en la boca, años después los encontró en los intestinos de las ranas y de los caballos, y hasta en sus propias deyecciones; cuando, le «acometía una flojedad de vientre» —según su expresión—, los encontraba por enjambres, sin que jamás se le ocurriera que aquellos animalitos pudieran ser la causa de su mal. Los cazadores modernos —si es que disponen de tiempo para estudiar los escritos de Leeuwenhoek— tienen mucho que aprender de su renuncia a sacar conclusiones precipitadas, evitando dejarse llevar por la imaginación, pues en los últimos cincuenta años resulta que miles de microbios fueron denunciados como causantes de otras tantas enfermedades siendo así que, en la mayoría de los casos, esos gérmenes no eran sino huéspedes casuales del cuerpo al presentarse la enfermedad. Leeuwenhoek tenía mucho cuidado de no hacer atribuciones precipitadas; por su sano instinto comprendía la complejidad infinita de la realidad, y dado el confuso laberinto de causas que rigen la vida, evitaba caer en el peligro de determinar a una cosa como causa de otra…
Con el devenir de los años su nombre llegó a ser conocido en toda Europa; Pedro el Grande de Rusia pasó a saludarle, y la reina de Inglaterra hizo un viaje a Delft con el único fin de contemplar las maravillas que se veían a través de sus microscopios. A petición de la Real Sociedad refutó toda clase de supersticiones; y aparte de Robert Boyle e Isaac Newton, fue el más famoso de los miembros de aquella institución. ¿Perdió la cabeza con tantos honores? De ninguna manera, porque, para empezar, ya se tenía en muy alta estima. Su soberbia no tenía límites, como tampoco su humildad ante el misterio ignoto que lo rodeaba a él y a todos los hombres. Admiraba al Dios de su patria, pero su verdadero Dios era la verdad. He aquí su profesión de fe: