ASESINAR POR ORDENES

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De nuevo utilizó los artículos del profesor Alonso  qué son siempre sustanciosos. Le acompaño en su lucha de dudar de todo, o por lo menos intentar buscar otra verdad, pero no la que dicen los sabios de turno inspirados

Después de la Segunda Guerra Mundial, el psicólogo Stanley Milgram, al igual que muchas otras personas por todo el mundo, quería entender cómo la gente podía haber cometido las terribles atrocidades asociadas al conflicto bélico  y al holocausto y, más tarde, afirmar que simplemente «habían seguido órdenes». Responsables la muerte de miles de personas en campos de concentración en Alemania o en el Pacífico, de experimentos atroces en personas, de torturas y otras espeluznantes violaciones a los derechos humanos dieron esa sombría excusa: solo obedecí lo que me mandaron. La orden aAsí que Milgram puso en marcha un experimento para valorar los límites de la obediencia, una investigación con una ética bastante dudosa para los estándares actuales, pero igualmente ilustrativa.

Milgram era catedrático de Psicología en Yale y al parecer resultó un acicate para su estudio un comentario de C.P. Snow, el famoso intelectual que reclamó una tercera cultura que hiciera de puente entre las ciencias y las humanidades, y que había dicho «se han cometido crímenes más odiosos en nombre de la obediencia que los que se han llevado a cabo nunca en nombre de una rebelión»; es decir, era más peligroso para la humanidad que un hombre siguiera ciegamente los dictados de la clase gobernante que que se opusiera activamente a ellos, incluso a través del terror.

Los experimentos comenzaron en julio de 1961, tres meses después de que Adolf Eichmann, criminal de guerra nazi, fuera secuestrado, juzgado, sentenciado a muerte y ahorcado en Jerusalén por crímenes contra la humanidad. Eichmann era un tipo corriente, aburrido que declaró que no tenía ninguna animadversión a los judíos y que declaró que solo había obedecido lo que le habían mandado hacer. Milgram ideó estos experimentos para responder a la pregunta: ¿Podría ser que Eichmann y su millón de cómplices solo hubieran seguido órdenes? ¿Eran los alemanes un pueblo malvado o gente como usted y como yo que simplemente obedecieron lo que ordenaron sus superiores? Personas normales como usted y yo ¿Seríamos capaces en un entorno de normalidad de cometer atrocidades?

Milgram reclutó a un grupo de cuarenta voluntarios a través de un cartel colocado en una parada del autobús en Florida (Connecticut), indicando que a los participantes se les pagaría cuatro dólares (equivalente a 25 euros actuales) más dietas. Los participantes eran personas de entre 20 y 50 años de edad con distintos niveles educativos, desde los que acababan de salir de la enseñanza secundaria a participantes con doctorado. Milgram les dijo que ayudarían en un estudio sobre el aprendizaje y la memoria y los efectos del castigo sobre este proceso. Había tres personas en cada experimento: el investigador, Milgram; el cómplice, que aparentemente era otro voluntario pero en realidad era un colaborador de Milgram, y el verdadero voluntario, reclutado por esa exigua paga. Milgram se reunía con los otros dos y les explicaba que uno de ellos desempeñaría el papel del estudiante, y el otro sería el profesor. El cómplice toma un papel de un sombrero y dice haber sido designado como estudiante. El participante voluntario toma el suyo y ve que pone profesor. En realidad el proceso estaba trucado, todas las tiras de papel estaban escritas con la palabra profesor con lo que el voluntario siempre tenía este rol.

A continuación el profesor veía como al otro participante, el estudiante, se le sentaba en una habitación vecina en una silla, se le sujetaba con unas correas y se le colocaba unos electrodos en la muñeca con crema «para evitar quemaduras». Le explicaban que tendría que hacer una serie de preguntas y administrar al estudiante una descarga eléctrica si daba una respuesta equivocada. También le explicaban que «podía ser algo doloroso, pero no causaría un daño permanente». Antes de empezar y para convencer al profesor de que lo de las descargas iba en serio se le daba a los dos participantes, profesor y estudiante, una descarga de 45 voltios, un chispazo incómodo. A los participantes se les comunicaba que el «experimento estaba siendo grabado», para que supieran que no podrían negar posteriormente lo ocurrido y solo se podían comunicar con el estudiante usando un micrófono y unos altavoces.

El experimento de memoria requería que el profesor leyera una lista de palabras emparejadas. Al cabo de un rato repetía la primera palabra y cuatro opciones para la segunda, la pareja que le correspondía. Si el estudiante respondía bien, el profesor pasaba a la siguiente palabra de la lista, pero si fallaba, la instrucción era darle una descarga eléctrica utilizando un interruptor. Pero el experimento iba más allá: cada vez que el estudiante daba una respuesta errónea, se le ordenaba al profesor que aumentara el voltaje de la descarga eléctrica de una manera secuencial. La primera descarga era de solo 15 voltios y estaba marcada en el interruptor como «choque suave», pero luego iba subiendo: 30 voltios, 45, 60,… hasta llegar a 420 voltios que estaba marcado como «Peligro. Choque grave» y 450 que solo ponía «XXX». Cada vez que el profesor pulsaba al interruptor se encendía una luz roja, sonaba un timbre, un indicador marcado como «energía de voltaje» se encendía con una luz azul y la aguja de un voltímetro se movía súbitamente hacia la derecha. Todo parecía real.

Los profesores y los estudiantes estaban en salas separadas y no podían verse, pero podían oírse a través de los altavoces y a medida que las descargas eléctricas aumentaban, el profesor podía oír a su estudiante gritando de dolor y rogando que se detuviera aquella tortura. El estudiante iba contestando las preguntas, a menudo mal. Había sido previamente aleccionado por el investigador para que fuera simulando los efectos in crescendo de las sucesivas descargas. Así, a medida que el nivel de descarga aumentaba, el estudiante se quejaba de su condición de enfermo del corazón, luego aullaba de dolor, pedía el fin del experimento, y finalmente, al alcanzarse los 270 voltios, gritaba de agonía. Lo que el participante escuchaba era en realidad una grabación de gemidos y gritos de dolor.  Cuando la descarga alcanzaba los 300 voltios, el estudiante dejaba de responder a las preguntas y solo se oían unos ruidos que podrían asemejarse a los estertores previos al coma.

Por lo general, cuando la descarga alcanzaba los 75 voltios, el profesor se ponía nervioso ante las quejas de dolor de su estudiante y deseaba parar el experimento, pero la férrea autoridad del investigador le hacía continuar. Al llegar a los 135 voltios, muchos profesores se detenían y preguntaban el propósito del experimento. Cierto número continuaba adelante, pero aseguraban que ellos no se hacían responsables de las posibles consecuencias. Algunos participantes incluso comenzaban a reír nerviosos al oír los gritos de dolor provenientes de su estudiante, otros sudaban, temblaban, tartamudeaban o gruñían, algunos se clavaban las uñas en la palma de la mano. Muy pocos se negaron a seguir adelante. Si cualquier profesor dudaba, el supervisor le instaba a proseguir: «Por favor, continúe», «el experimento requiere que continúe».

A través de los altavoces los gritos se iban haciendo más fuertes, las súplicas se volvían más desesperadas, y las descargas aumentaban a voltajes innegablemente peligrosos. «Es absolutamente esencial que continúe», insistían los supervisores. «No tiene elección. Debe continuar.» En algunos experimentos, el estudiante gritó una última vez y se quedó callado, y el supervisor insistió, y el profesor cumplió las órdenes, subió el voltaje y administró otra descarga mayor aunque el estudiante ya no emitía ningún sonido.

La pregunta evidente es cuántos de los voluntarios siguieron ese procedimiento sádico. Un grupo de psicólogos había predicho que la gente abandonaría a mitad del experimento y que, como mucho, un 3% de los participantes completarían la secuencia, llegarían hasta el final. En realidad muy pocos se negaron a seguir adelante, todos llegaron hasta los 300 voltios y 26 de los 40, el 65%,  alcanzaron la descarga final de 450 voltios, incluso si su estudiante invisible gritaba o guardaba un silencio horrible desde hacía minutos. Durante unos breves y horripilantes momentos, muchos de ellos pensaron que simplemente habían matado a alguien, siguiendo órdenes.

Al terminar, todos los voluntarios se mostraban nerviosos y preocupados por el cariz que había tomado el experimento y, al enterarse de que en realidad la cobaya humana no era más que un actor y que no le habían hecho daño, suspiraban aliviados. Por otro lado eran plenamente conscientes del dolor que habían estado infligiendo, pues al preguntarles que cuánto sufrimiento estimaban que había experimentado el estudiante la media fue de 13 puntos sobre una escala de 14.

Milgram hizo dos docenas de experimentos, con diferentes niveles de coerción. En uno, el profesor tenía que empujar la mano del estudiante en una plancha eléctrica; en otra, el investigador daba instrucciones sobre el procedimiento de las descargas y abandonaba la habitación; en uno tercero había dos investigadores en la sala y daban consejos opuestos. Cuando ambos experimentadores estaban presentes, ninguno de los voluntarios llegó a aplicar las descargas más potentes. 

El 84 % de participantes dijeron posteriormente que estaban «contentos» o «muy contentos» de haber participado en el estudio y a un 15 % les era indiferente. A esta pregunta respondió el 92 % de los participantes. Muchos expresaron su gratitud más adelante y Milgram recibió en varias ocasiones ofrecimientos y peticiones de ayuda de los antiguos participantes. Una debilidad reconocida del trabajo de Milgram es que no proporcionó una teoría clara de por qué la gente actuaba de la manera en que lo hacía: Simplemente afirmó que cedieron su decisión a la figura de autoridad, una afirmación que no parece coincidir con la complejidad de las interacciones en el laboratorio. 

Algunos autores como Stephen D. Reicher, un psicólogo de la Universidad de St. Andrews, ha argumentado en artículos recientes que la gente no era pasiva, como Milgram argumentaba, sino que buscaba una manera, en una situación altamente ambigua, de enmarcar su comportamiento como un bien positivo: Estaban participando en un serio experimento de Yale, estaban haciendo avanzar la ciencia.

Esto recuerda al chiste de un sacerdote joven que llega a la Iglesia del pueblo no muy cultivado , y dice en su primera Misa un fragmento de un poema de Santa Teresa.

Vivo sin vivir en mi y tan alta vida espero, “que muero porque no muero ”

Un feligrés, avanzado grita súbitamente “Padre la Gallina”.

Y ahora como explicamos esto, su incultura y la falta de entendimiento, lo que sea pero el lo vio así, la gallina que quería ir al cielo o aasi. Simplemente una estupidez pero que al feligres le pareció acertada su respuesta. Me figuro que de ser cierto este acontecimiento el sacerdote se quedaría de “corcho”.

Pues esto es una respuesta de un cerebro tondo y no mucho masy sin mas explicaciones.

Hay un colofón poco conocido del experimento Milgram, que aportó Philip Zimbardo: Ninguno de los participantes que se negaron a administrar las descargas eléctricas finales solicitaron que terminara el experimento (que se dejaran de realizar ese tipo de sesiones) ni acudieron al otro cuarto a revisar el estado de salud del estudiante. Incluso los pocos «justos» no intentaron ayudar a la víctima. Los que pensaban que era una falta de ética querían salirse de aquello, pero no pedían que terminase, que cesara de inmediato. Quizá es aquella frase de Edmund Burke, el escritor irlandés del siglo XVIII, «lo único que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada».

Y yo agrego, necesitamos un nuevo cerebro que vea al mundo de forma diferente, pero no se mas.

Los resultados del experimento de Milgram son inquietantes. Nada sugiere que nosotros, la mayoría de nosotros al menos, seamos diferentes de aquellos voluntarios reclutados en una parada de autobús. Quizá nosotros habríamos seguido las órdenes de los miserables del Tercer Reich, detenido gente, nos habríamos quedado con sus bienes a precio de saldo, les habríamos llevado a una celda o vigilado camino a un tren, o habríamos conducido una locomotora a un campo de exterminio, o habríamos cerrado una puerta en una cámara de gas o recogido zapatos usados y maletas ya sin propietario sin decir una

palabra.

 El asesinato paso a paso, la maquinaria más abyecta de la historia de la humanidad. Quizá somos capaces de hacer daño, torturar y matar si alguien nos lo ordena, si llegamos por pasos graduales, de quince voltios en quince voltios. Quizá Caín vive entre nosotros. O, quizá, Caín somos nosotros.

O muchas cosas mas, lo que si parece, es  que no hace falta mucho para convertir al hombre en un asesino  y lo peor el asesino no lo percibe como tal.

Cómo es posible que pueda ocurrir esto Que un hombre se convierte en un asesino sin antecedentes previos por las órdenes que alguien le da es absolutamente incomprensible en estado de reposo mental .

Pero ocurre y lo vemos cada día posiblemente podríamos hacerlo lo mismo en condiciones adecuadas

Es decir que puedo Electrocutar a un señor porque alguien me lo ordena .

En un cerebro normal no tiene ninguna explicación y la que le da investigador es producto de alguien que nació el momento no es dueño de su reacción es simplemente inexplicable pero si ayuda a explicar ciertas reacciones que estamos viendo en nuestro tiempo y que seguramente asistido sí . señor convierte en un asesino súbitamente impulsado por circunstancia qué inexplicablemente le hacen perder su razón humana .

Se le pueden dar múltiples explicaciones , lógicas y esotéricas pero la verdad de esta monstruosidad biológica permanece cómo tantos fenómenos humanos inexplicable . El hombre tiene que terminar la faena pase lo que pase caiga quien caiga , quién no tiene una una explicación con nuestra lógica actual, simplemente se la inventa, algo sutil del medio nos puede convertir en asesinos.

La disociación medio ambiente , estado mental y libre albedrio, no tienen en nuestro tiempo una explicación acertada. Alguna estructura esta alterada y disociada de la bondad.

Esperar y ver y que Dios nos coja confesados.